Era el último día, y no lo sabíamos
Hace casi tres meses, estaba almorzando con mi compañera de piso y nos estábamos quejando de que el telediario de mediodía estaba íntegramente dedicado al nuevo virus que comenzaba a expandirse por Italia y España. “¡Qué pesados! Ya hasta en los deportes…” fue probablemente la frase más repetida de esos últimos días que pasamos juntas. Hoy, dos meses y medio después, he vuelto al lugar donde nos quejábamos, pero ella ya no estaba. No quiero ser alarmista, ella está bien. Pero igual la que no está tan bien soy yo.
El día 14 de marzo la puerta de un piso de estudiantes se cerró con llave y nosotros, ilusos, nos reíamos porque no se podía llamar cuarentena a un confinamiento de dos semanas. Yo decía: “el martes o el miércoles vuelvo”. Mis compañeros de piso y amigos: “¿qué vamos a hacer cuando no tengamos clase?¡¡¡Podríamos ir al cine!!!”. Já. Já. Já. Pensar en esto 69 días después me da tanta risa como pena. Primero fue pensar que en mayo volveríamos a estar los cuatro juntos. Después pensamos que igual en junio. A continuación nos hacen saber que no habría más clases presenciales en la universidad. ¿Y la graduación? En septiembre/octubre, si se puede. Luego llegó el “no se podrá viajar entre provincias hasta la nueva normalidad (que ya empiezo a odiar)”. Y por último, la casera avisando de que teníamos que venir a por nuestras cosas cuanto antes porque dos enfermeros iban a alquilarle el piso. O sea, que ni una última noche vamos a pasar juntos en las cuatro paredes en las que los últimos 6 meses de carrera hemos compartido nuestras primeras prácticas, el primer día del último año de universidad, el primer programa de nuestra última edición de Operación Triunfo aquí, y muchas otras primeras veces de las últimas que viviríamos juntos.
Sí, es dramático y probablemente más de lo que creéis necesario, pero es así. Aunque volvamos a ver un programa de Operación Triunfo juntos ya no seremos universitarios, ya no compartiremos enfados por profesores ni por asignaturas, ni por supuesto, piso.
Hoy he llegado por última vez a este lugar, que como es lógico no me agrada por la decoración, sino por con quien he pasado aquí los días. Ha sido muy raro. Parecía que estaba vacío a pesar de que todo estaba aquí al haber salido corriendo un viernes de marzo. Pero es que faltaba lo mejor.
En serio, no sé en qué momento esto se ha convertido en algo tan pasteloso, pero es que es verdad, no es el lugar, son las personas. Y después de dos meses sin salir ni ver a la gente con la que llevo compartiendo los últimos cuatro años de mi vida me he dado cuenta aún más de que he sido muy feliz y que, por suerte, lo he sabido y lo he disfrutado. Y es que yo siempre he sido de apuntarme a todo. El plan me da igual la mayoría de las veces. Si me dices que necesitas ir al Mercadona, aunque a mí no me haga falta, yo voy. Que también os digo, ¿a quién no le gusta ir al Mercadona?
Nadie lo sabe, pero decidí venirme un día antes de lo hablado para poder disfrutar de “mi soledad iluminadora”. Aunque en realidad lo único que estoy haciendo es torturarme un poco y pasar por el duelo antes de que vengan a visitarme o llegue mi compañera a por sus cosas. Y sí, he llorado. Nada más entrar por la puerta. Después me he repuesto, he tirado cosas de la nevera (muchas) y me he puesto a guardar mi ropa y mis papeles en las maletas en las que me llevaré mi vida universitaria a mi casa de siempre. Eso sí, mi yo dramático no me abandona, y lo he hecho recordando momentos con cada uno de los objetos que iba sacando. También me he llevado sorpresas, porque de muchos ya no me acordaba.
Pero, sin duda, el momento más complicado ha sido guardar el mini árbol de Navidad que con adornos y todo nos costó dos euros y medio y que normalmente dejamos hasta que nos vamos en junio a nuestros respectivos pueblos. Lo compramos el año pasado y para mí fue como afirmar que esta era nuestra nueva casa. Ahora está en una bolsa esperando a decidir quién se lo lleva, como si fuera nuestro bebé. Y en la misma situación están las pancartas del 8-M del año pasado o el adorno de Navidad de este año, que sigue en la puerta colgado. Pone XSMS y lo compramos porque son nuestras iniciales.
Y después, vuelta a limpiar pensando que en dos semanas estarán viviendo aquí dos personas a las que no les pertenece nada.
- Tía, se me hace súper raro pensar que va a vivir otra gente en el piso. Es que es en plan, es NUESTRO piso. No merecéis estar ahí.
+ Ya tía, a mi me pasa igual. Yo ya siento que fuese mío :’(
No. No es nuestro. Nos lo ha quitado algo que nunca, ni en nuestros pensamientos más enrevesados habría sido posible: una pandemia. Porque sí, porque aunque todos queramos ir de optimistas y pensar en lo positivo del coronavirus, en el fondo sabemos que ha sido, es y será una real mierda. No os engañéis, a nadie le ha venido bien. No ha venido a darnos nada. Al contrario, nos lo está quitando todo. La libertad (porque sí amigos, no es el Gobierno el que nos la está quitando, es el virus), los abrazos, los besos, llevar un buen pintalabios y que se te vea, nos ha quitado el verano de nuestras vidas, los conciertos, los festivales, estar todos pegados en la playa, ir apretado andando por el paseo marítimo. Nos ha quitado la certeza de un futuro que ya de por sí era incierto.
¿Lo bueno? Que de aquí solo se puede ir pa`arriba.
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